Un médico raspa desde el vientre hasta el cuello cada pieza de pescado. Lo hace con un buen cuchillo sin profundizar demasiado.
Descama una docena de peces carpa y los deposita en el cubo lleno de agua sobre una mesa grande a las afueras del centro de salud, bajo la sombra de una arboleda. Otro da de comer a un perro, mientras un tercero limpia la ambulancia.
Al rato, uno de ellos se arregla las uñas y un grupo se toma un refresco bajo los sinuosos rayos del sol de mediodía.
Es la escena de los pocos ratos de tranquilidad de la brigada médica número 24 de un hospital de campaña situado en un punto estratégico entre Donetsk y Lugansk, en el Donbás, donde se atiende a heridos del frente ruso y el ucraniano.
Su localización es secreta, no se puede grabar ni fotografiar el exterior. El hospital se levanta en una zona deshabitada, con una construcción que parece protegida por un tupido bosque de altos árboles que disimulan su presencia.
Cuenta con paredes fuertes y todo el espacio está bien aprovechado para resguardar los equipos médicos. En la entrada principal hay dos camillas rodeadas de un sinfín de herramientas, equipos y botes de medicinas para estabilizar a los pacientes.
No pueden predecir el trabajo ni a cuántos soldados atenderán en las próximas horas, solo tienen comprobado que las noches, cuando se recrudecen los ataques, suelen ser muy largas.
Nadie fuera del equipo puede saber su localización
De pronto, se escucha el impacto de la artillería a lo lejos. Los médicos tienen todo preparado para atender a los soldados heridos en combate. Andan con mucho cuidado para que nadie sepa de su localización. De hecho, han tenido que evacuar en varias ocasiones al sufrir ataques directos.
«Hay rumores en el frente de que los soldados rusos reciben un plus por disparar a médicos y ambulancias.
Nos están cazando», asegura Andrii Borisenko, un médico civil, anestesiólogo y reanimador, con más de 30 años de experiencia, que con el estallido del conflicto en 2014 se unió a las brigadas médicas como voluntario para atender a los heridos en primera línea.
No quiere hablar de estrategias militares. «Nuestra tarea es brindar el primer tratamiento médico a los heridos que nos envían los paramédicos que están en primera línea; esta es la primera parada a la que llegan las ambulancias», cuenta Borisenko.
Los paramédicos juegan un papel clave para parar hemorragias y una vez aquí se centran en los «órganos están más comprometidos».
Tan pronto como lo estabilizan los derivan a otros hospitales. «Esto no tiene nada que ver con una sala de cirugía», indica, mientras nos muestra las condiciones en las que trabaja. En todo momento se van adaptando a la situación militar.
En este edificio antiguo y lúgubre, las paredes blancas y azules le devuelven la luz. Dentro no cabe ni un alfiler: los pacientes y sanitarios duermen, comen y pasan los días a la espera dentro.
En el fondo, en la puerta de la cocina, Krystina Tymo, una de las enfermeras, charla con otros dos compañeros mientras pelan patatas para alimentar a todos. La sopa o la grechka (trigo sarraceno), es lo más habitual en estos tiempos.
Atienden a un soldado herido mientras huía de un ataque
A primera hora de la tarde, una ambulancia frena en frente de la puerta y el protocolo se pone en marcha, de la ambulancia bajan una camilla un cuerpo ensangrentado. Cada uno sabe lo que tienen que hacer.
Borisenko y su equipo tienen la misión de estabilizar a este soldado de unos 50 años cuyo coche volcó al huir de un ataque.
El soldado tiene una herida abierta en el cuello, le aplican anestesia para aliviar el dolor. Toda la sala se centra en él y en la militar que lo acompaña, que, aunque no está tan grave, presenta quemaduras y cortes en el brazo. Ella insiste en que está bien.
En la puerta, la paramédica que los ha traído en la ambulancia está nerviosa. «Está muy grave», repite una y otra vez, antes de contar a todos los detalles de lo sucedido. Sus ojos verdes y grandes reflejan el miedo.
Le tiemblan las manos y fuma ansiosa un cigarro tras otro. No quiere hablar más del tema, necesita distraerse. «Siempre nos avisan y nos previenen sobre la persona que va a venir», interrumpe otra enfermera que comienza a preparar la medicina.
El reto, insisten, es conseguir llegar hasta aquí. No todas las ambulancias están blindadas y las carreteras son muy peligrosas.
Estos profesionales comparan la situación con la de hace ocho años en el Donbás. «Ha cambiado significativamente. El armamento ha cambiado; es muy poderoso y es mucho más grande.
Antes no teníamos que lidiar con la aviación, ahora sí», nos explica Vitali, conductor de la ambulancia. Aclara, además, que muchas veces tienen que parar en pleno trayecto para reanimar a algún paciente.
«Es peligroso parar, pero a veces tenemos que hacerlo para salvar vidas».
«Traer a los pacientes hasta aquí a veces nos cuesta mucho cuando estamos muy cerca del frente», afirma Lyza Rohova. «Estamos acostumbrados a estas dinámicas de trabajo, pero eso no significa que no nos preocupe.
Nuestro trabajo es salvar cada vida». Llevan en guerra desde 2014, pero en esta segunda fase de la guerra, asegura Tymo, las bajas están siendo muchas para los soldados ucranianos.
«Nos acostumbramos a la muerte, pero nuestro trabajo es salvar vidas», insiste. Además, recuerdan que no solo hay heridos por los bombardeos, sino que también atienden a los militares heridos por la explosión de minas.
«Desde el inicio de esta fase de la guerra, lamentablemente, han sido muchas las bajas para nosotros», asegura Tymo. Explica que por la noche es cuando más trabajo tienen. «La segunda ola de la guerra está siendo muy sangrienta.
Nuestras pérdidas son tremendas», insiste esta joven enfermera de 29 años que se formó en Leópolis y que ahora no puede volver a casa. Todos están pendientes del último paciente.
Lo que más siente es que desde el 24 de febrero toda su familia corre peligro, porque la invasión ha extralimitado las fronteras del Donbás. Además, en Leópolis, las amenazas también se han traducido en ataques.
«La guerra es la epidemia traumática de la humanidad»
Tymo relata las dificultades para trabajar en un territorio donde parte de la población local no apoya tu labor.
«Más personas se están volviendo proucranianas ahora», dice, al explicar que todavía se encuentran con muchas personas prorrusas que no aplauden su trabajo al estar de la mano de los militares. «Nos da miedo que los mismos locales chiven nuestra localización», confiesa.
Mientras nos confiesa su sensación, frena una furgoneta. No es otro paciente, son cajas y cajas de medicamentos para abastecer con suministros.
«La guerra es la epidemia traumática de la humanidad», concluyen los dos parafraseando a Nikolai Pirogov, el padre de la cirugía de campaña, quien paradójicamente era ruso.
A través de la espesura de la arboleda que rodea el hospital se cuelan los últimos rayos de sol acompañados de la monótona sinfonía de la guerra. «Nos gustaría que esto terminara ya», confiesa Tymo. Les espera una noche larga.