Es obvio decir que tenemos un presidente locuaz, ello en el sentido de la primera acepción recogida en el Diccionario de nuestra lengua. Alguien que cotidianamente habla mucho y, aparentemente, de todo en las charlas mañaneras o en las intervenciones de sus giras o de algunas tardes. Mediante su conferenciar busca convencer —y convencerse— de lo mucho que su Gobierno ha logrado o está por alcanzar. Lo suyo, lo señalé en otra ocasión (EL PAÍS, Edición América, 2 de abril de 2019), permite calificar a su presidencia como performativa. Como una forma de ejercicio del poder en la que las cosas se transforman o de plano son, por el mero acto de decirlas. Por la mera expresión de su realización.
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