Que la política se hubiera convertido en un espectáculo más de nuestra sociedad (no en vano así denominada hace más de medio siglo por Guy Debord) comportaba un peligro que ha terminado por materializarse. El peligro era el de que, por una u otra razón, el espectáculo fuera quedándose sin espectadores. La versión más plausible hasta hace poco era que el abandono se produjera, lisa y llanamente, por aburrimiento. En efecto, la reiteración de los mismos argumentos, el mismo incumplimiento de las promesas electorales, las mismas presuntas regeneraciones convertidas en meros relevos personales y otros ítems análogos, habrían ido provocando el desinterés ciudadano hacia unos guiones perfectamente previsibles que los nuevos actores no hacían otra cosa que representar por enésima vez, apenas remasterizando las viejas versiones. En estas condiciones, el desenlace resultaba perfectamente previsible: el espectáculo había dejado de entretener.
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